Cuando era pequeña, una de las cosas que peor se me daban, eran las matemáticas.
A ver, yo era la típica empollona, pero las matemáticas se me atravesaron y creía que no estaba hecha para ellas.
Me costaba entender algunos conceptos. Era todo muy complejo.
Y los profes de entonces, daban su clase y se marchaban. Tenían muchos niños en clase y poco tiempo que perder.
Si lo pillabas a la primera, bien por ti. Si no, ya les dirían a tus padres que eras medio lerdo, por lo menos.
Recuerdo aquellos momentos, en el que el profesor buscaba a algún niño para resolver un problema.
Tu no tenias ni idea y agachabas la cabeza por si tenias la suerte de que no te viera.
Pero los profesores, huelen el miedo. Y te preguntan, son así.
Sales a la pizarra y te cuesta moverte. Solo quieres salir de ahí corriendo. Miraba hacia detrás y solo veía las caras de mis compañeros, expectantes y esperando que lo resolviera de una vez.
Como un conejillo a punto de ser comido por un inmenso león.
A veces, lo hacía bien y otras fallaba. Creía que el problema era solo mio y esa presión hizo que odiara las matemáticas.
Hasta que mis padres me apuntaron a una academia, donde me dedicaron el tiempo y el cariño necesarios para entender las cosas. Así que acabé haciendo una carrera a distancia con montones de matemáticas.
Quizás no era cuestión de si era lerda o no, si no, mas bien, la forma de explicar las cosas.
OH
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